domingo, 22 de junio de 2014

Virgilio Díaz Grullón
(República Dominicana, 1924-2001)

La enemiga
Recuerdo muy bien el día en que papá trajo la primera muñeca en una caja grande de cartón envuelta en papel de muchos colores y atada con una cinta roja, aunque yo estaba entonces muy lejos de imaginar cuánto iba a cambiar todo como consecuencia de esa llegada inesperada.
Aquel mismo día comenzaban nuestras vacaciones y mi hermana Esther y yo teníamos planeadas un montón de cosas para hacer en el verano, como, por ejemplo, la construcción de un refugio en la rama más gruesa de la mata de jobo, la cacería de mariposas, la organización de nuestra colección de sellos y las prácticas de béisbol en el patio de la casa, sin contar las idas al cine en las tardes  de domingo. Nuestro vecinito de enfrente se había ido ya con su familia a pasar las vacaciones en la playa y esto me dejaba a Esther para mí solo durante todo el verano.
Esther cumplía seis años el día en que papá llegó a casa con el regalo. Mi hermana estaba excitadísima mientras desataba nerviosamente la cinta y rompía el envoltorio. Yo me asomé por encima de su hombro y observé cómo iba surgiendo de los papeles arrugados aquel adefesio ridículo vestido con un trajecito azul que le dejaba al aire una buena parte de las piernas y los brazos de goma. La cabeza era de un material duro y blanco y en el centro de la cara tenía una estúpida sonrisa petrificada que odié desde el primer momento.
Cuando Esther sacó la muñeca de la caja vi que sus ojos, provistos de negras y gruesas pestañas que parecían humanas, se abrían o cerraban según se la inclinara hacia atrás o hacia adelante y que aquella idiotez se producía al mismo tiempo que un tenue vagido que parecía salir de su vientre invisible.
Mi hermana recibió su regalo con un entusiasmo exagerado. Brincó de alegría al comprobar el contenido del paquete y cuando terminó de desempacarlo tomó la muñeca en brazos y salió corriendo hacia el patio. Yo no la seguí y pasé el resto del día deambulando por la casa sin hacer nada en especial.
Esther comió y cenó aquel día con la muñeca en el regazo y se fue con ella a la cama sin acordarse de que habíamos convenido en clasificar esa noche los sellos africanos que habíamos canjeado la víspera por los que teníamos repetidos de América del Sur.
Nada cambió durante los días siguientes. Esther se concentró en su nuevo juguete en forma tan absorbente que apenas nos veíamos en las horas de comida. Yo estaba realmente preocupado, y con razón, en vista de las ilusiones que me había forjado de tenerla a mi disposición durante las vacaciones. No podía construir el refugio sin su ayuda y me era imposible ocuparme yo solo de la caza de mariposas y de la clasificación de los sellos, aparte de que me aburría mortalmente tirar hacia arriba la pelota de béisbol y apararla yo mismo.
Al cuarto día de la llegada de la muñeca ya estaba convencido de que tenía que hacer algo para retornar las cosas a la normalidad que su presencia había interrumpido. Dos días después sabía exactamente qué.
Esa misma noche, cuando todos dormían en la casa, entre de puntillas en la habitación de Esther y tomé la muñeca de su lado sin despertar a mi hermana a pesar del triste vagido que produjo al moverla. Pasé sin hacer ruido al cuarto donde papá guarda su caja de herramientas y cogí el cuchillo de monte y el más pesado de los martillos y, todavía de puntillas, tomé una toalla del cuarto de baño y me fui al fondo del patio, junto al pozo muerto que ya nadie usa. Puse la toalla abierta sobre la hierba, coloqué en ella la muñeca —que cerró los ojos como si presintiera el peligro— y de tres violentos martillazos le pulvericé la cabeza.
Luego desarticulé con el cuchillo las cuatro extremidades y, después de sobreponerme al susto que me dio oír el vagido por última vez, descuarticé el torso, los brazos y las piernas convirtiéndolos en un montón de piececitas menudas. Entonces enrollé la toalla envolviendo los despojos y tiré el bulto completo por el negro agujero del pozo. Tan pronto regresé a mi cama me dormí profundamente por primera vez en mucho tiempo.
Los tres días siguientes fueron de duelo para Esther.
Lloraba sin consuelo y me rehuía continuamente. Pero a pesar de sus lágrimas y de sus reclamos insistentes no pudo convencer a mis padres de que le habían robado la muñeca mientras dormía y ellos persistieron en su creencia de que la había dejado por descuido en el patio la noche anterior a su desaparición. En esos días mi hermana me miraba con un atisbo de desconfianza en los ojos pero nunca me acusó abiertamente de nada.
Después las aguas volvieron a su nivel y Esther no mencionó más la muñeca. El resto de las vacaciones fue transcurriendo plácidamente y ya a mediados del verano habíamos terminado el refugio y allí pasábamos muchas horas del día pegando nuestros sellos en el álbum y organizando la colección de mariposas.
Fue hacia fines del verano cuando llegó la segunda muñeca. Esta vez fue mamá quien la trajo y no vino dentro de una caja de cartón, como la otra, sino envuelta en una frazada color de rosa. Esther y yo presenciamos cómo mamá la colocaba con mucho cuidado en su propia cama hablándole con voz suave, como si ella pudiese oírla.
En ese momento, mirando de reojo a Esther, descubrí en su actitud un sospechoso interés por el nuevo juguete que me ha convencido de que debo librarme también de este otro estorbo antes de que me arruine el final de las vacaciones. A pesar de que adivino esta vez una secreta complicidad entre mamá y Esther para proteger la segunda muñeca, no me siento pesimista: ambas se duermen profundamente por las noches, la caja de herramientas de papi está en el mismo lugar y, después de todo, yo ya tengo experiencia en la solución del problema.



Virgilio Díaz Grullón, Nació en  la ciudad de Santiago, República Dominicana en el año 1924. 
Por su gran reputación como escritor ha sido jurado de varios concursos literarios nacionales e internacionales.
En 1959 obtuvo el Premio Nacional de Literatura por el volumen de cuentos "Un día cualquiera "  y  en 1977 obtuvo el Premio  de Novela Manuel de Jesús Galván por la novela "Los algarrobos también sueñan”.
En 1958  por su cuento "Edipo", resultó finalista en el concurso de autores hispanoamericanos patrocinado por el Instituto de Cultura Hispánica de Madrid.
Fue Miembro de la Academia Dominicana dependiente de la Real Academia Española.
Comenzó a escribir cuentos a la edad de treinta y dos años y ya lo definía Juan Bosch como un cuentista maduro: "Tenía la madurez de un cuentista avezado en el tratamiento del género "  y luego describió el cuento  "La enemiga"  como el cuento perfecto, algo difícil de hallar  en este exigente género, en el que, según Bosch, Grullón muestra la asombrosa facultad de describir complejidades sicológicas con una cantidad sorprendentemente escasa de palabras.
Fue Secretario de la Presidencia, Asistente del Gobernador del Banco Central y Subsecretario de las Secretarías de Educación, Finanzas, Previsión Social y Trabajo (1954-1962). También fue funcionario del Banco Interamericano de Desarrollo (1962-1971) y Asesor Financiero de la Compañía Financiera Dominicana (1971-1978).
Díaz Grullón es, sin duda, el mejor escritor de cuentos sicológicos en la República Dominicana. En el cuento psicológico, por lo general, el proceso asociativo, analítico, etc., del inconsciente es igual o tiene mayor importancia que el evento externo—es decir, el evento que se cuenta se registra subjetivamente en la mente del protagonista. Así, en el cuento psicológico, es muy común que el cuentista enfatice la vida subjetiva y emocional del protagonista.
Murió en la ciudad de Santo Domingo el 18 de julio de 2001.

Crónicas de Altocerro (Santo Domingo, Editora El Caribe, 1966)
El mensajero de la oficina colocó la tarjeta sobre el escritorio, Vicente la miró distraídamente y la rodó hacia un lado con el dorso de la mano, concentrándose de nuevo en la lectura del documento que tenía enfrente. Aunque había posado por un instante los ojos sobre las letras impresas en la pequeña cartulina, su significado apenas rozó la superficie de su conciencia y fue sólo un rato después cuando las letras parecieron ordenarse en su cerebro y formar el nombre que ahora surgía con pleno significado para él.
– Leonardo Mirabal, dijo en voz alta complaciéndose, como antes, en la sonoridad de las palabras. Reclinándose en el respaldar de su lujoso sillón de cuero, Vicente se sumergió en recuerdos antiguos mientras se acariciaba la mejilla con el canto afilado de la tarjeta. ¡Qué lejanos le parecieron de pronto aquellos tiempos del colegio! El primer día de clases: los muchachos corriendo hacia las puertas enormes, gritando y riendo mientras el, esquivo y huraño, se pegaba a las paredes con los libros bajo el brazo; y las voces que pasaban rozándolo: “¡Leonardo, ahí viene Leonardo!”; y la conversación sorprendida al entrar al aula:“Leonardo, ¿me explicas este teorema?, no puedo entenderlo; y en el primer recreo, el muchacho debilucho que decía: Leonardo: ¿me dejas entrar al equipo?, he practicado mucho en las vacaciones... ”
- Vicente apretó con el dedo el botón nacarado del timbre y ordenó al mensajero tan pronto abrió la puerta.
– Haga pasar al señor Mirabal.
- Maquinalmente se arregló un poco el cabello con las manos y se ajustó el nudo de la corbata.
– Con permiso –, decía el hombre en voz baja, de pie en el hueco de la puerta.
- Vicente se levantó de un salto de su asiento y caminó hacia él con las manos extendidas, observándole a los ojos ¡Dios mío, qué cambiado está!, y diciéndole apresuradamente:
– Por favor, Leonardo, pasa adelante. ¡Cuánto tiempo sin verte!
- Después de apretarle las manos entre las suyas, le palmeó la espalda ¡qué flaco está y qué amarillo! – Anda siéntate. ¡Qué sorpresa más inesperada y qué gusto me da verte!
- Leonardo se sentó en el borde de la silla que le ofrecían y. conservó el sombrero girando entre las manos mientras decía con suavidad:
– Yo también me alegro mucho de verte, Vicente. ¡Hace ya tanto tiempo!... Temí que ya no te acordaras de mí.
– ¿No acordarme de ti?, pero, ¿estás loco?... ¡Cómo has podido imaginar semejante cosa!
- Vicente se sentó de nuevo y mientras lo hacia le pareció de pronto verse a sí mismo en medio de la multitud que colmaba el salón de actos del colegio, y casi oyó la voz del maestro de ceremonias:... “Y ahora, Leonardo Mirabal, ganador de la medalla de mérito, va a dirigirles la palabra en nombre de sus compañeros”...

- La voz del otro lo sustrajo bruscamente de sus reminiscencias;
– No nos veíamos desde la graduación, ¿no es cierto?–
– No, Leonardo –, le contradijo –. Desde un año después de aquella fecha. Desde el 15 de septiembre de 1930, exactamente. Aquel día embarcaste para Europa a hacer el curso de post-graduado y yo estuve en el muelle para despedirte. – Vaya, tienes una memoria estupenda. La verdad era que no lo recordaba. – Leonardo pareció que se disculpaba. Vicente se recostó en el respaldo de la butaca y apretó los puños bajo el escritorio al recordar la voz suave del director del colegio mientras le decía: “Lo siento mucho, señor Izaguirre, pero usted no ganó la beca. El señor Mirabal le sobrepasó por cuatro puntos”. Y la respuesta humillante de él, que todavía lo hacía enrojecer: “¿Mirabal? ¡Oh! Creí que no competiría... ”
–Todo este tiempo he estado preguntándome lo que habla sido de ti –, dijo en voz alta.
El otro hizo un gesto vago con la mano y respondió mirando hacia el suelo:
– Me han pasado muchas cosas desde aquellos días. No he tenido suerte, ¿sabes? Malos negocios... Locuras de juventud... Pero sobre todo mala suerte, mucha mala suerte.
Vicente se inclinó hacia adelante:
– Pero, Leonardo, no puedo explicármelo. Fuiste siempre el primer alumno del colegio... Hiciste una carrera brillante.
Leonardo habló sin quitar la vista del suelo:
– Si, una carrera brillante hasta que salí del colegio...
- ¿Sabes, Vicente? Creo que me hizo mucho daño el que allí las cosas me resultasen tan fáciles. Llegué a pensar que sería lo mismo afuera y, en cambio, ¡todo resultó tan distinto!... El día de la graduación parecía que tenía todo el mundo por delante...
- Vicente, mientras lo observaba con mirada inexpresiva, continuó para sí el curso de las palabras del otro:... Y lo tenías, ¡claro que lo tenías! Estabas justamente entre el mundo y yo. Lo fuiste tomando todo a tu paso. Para mí no quedó más que lo que dejabas, porque siempre llegaba a todas partes un poco demasiado tarde: exactamente dos pasos después que tú...
–Pero, ¿y aquel matrimonio tan brillante que hiciste? Preguntó en voz alta.
–¡Ah! ¿Te enteraste de eso?... Duró poco. Apenas un año. Todo cuanto emprendí fracasaba, y mi matrimonio no fue una excepción. No podría decirte, Vicente, cuándo la suerte me dio la espalda. Quizás siempre me persiguió la fatalidad, o tal vez fue sucediendo poco a poco y no me di cuenta sino cuando ya era demasiado tarde. Lo cierto es que cuando intenté reaccionar, no contaba ya con nadie. Los que antes me adulaban, me volvieron la espalda. Las puertas que antes se abrían solas a mi paso, permanecían cerradas ante mis llamados desesperados... ¡No tienes idea de lo cruel que puede tornarse la gente!...
Leonardo hizo una pausa, y luego, tomando una súbita decisión, miró al otro a los ojos y exclamó:
– Tienes que ayudarme, Vicente. Eres la última persona a quien acudo. No quise hacerlo hasta ahora por que no quería mezclar mi vida de colegio con este vía crucis por el que estoy pasando actualmente. ; Aquellos tiempos fueron tan hermosos!... Pero todo ha sido inútil: ninguno de los otros ha querido ayudarme...
Vicente se puso en pie y miró desde arriba la figura encorvada en el asiento.
        ¿Y qué puedo hacer por ti, Leonardo? –
Respondió con voz anhelante:
– Sé que el Doctor Jiménez, tu compañero de bufete, se retira Me han dicho que andan ustedes buscando un substituto... Dame esa oportunidad, por favor, Vicente.
Él permaneció un rato mudo, mirándole siempre desde lo alto, mientras recordaba el día de la entrega de trofeos, cuando el funcionario del Gobierno ponía en manos de Leonardo la copa de plata que el equipo del colegio había ganado en las competencias deportivas del último año. ¿Era este hombre acabado, vencido, que estaba allí sentado, humillándose, el mismo muchacho alto, hermoso, fuerte que había recibido aquel trofeo?... Se inclinó sobre él y poniéndole una mano en el hombro le dijo:
– No te preocupes, Leonardo. Hablaré hoy mismo con Jiménez. Cuenta con mi ayuda.
Gracias, Vicente –, le respondió mientras le estrechaba las manos con efusión.
– Sabía que no me fallarías.
Sonrió ampliamente y salió del despacho haciéndole desde la puerta un saludo con la mano.
Casi al mismo instante, la puerta lateral que daba junto al escritorio se abrió con suavidad y una cabeza canosa se asomó por el hueco preguntando:
–¿Alguna novedad, Vicente?
Vicente tuvo un pequeño sobresalto y poniéndose en pie respondió:
– Ninguna, Dr. Jiménez. Un solo visitante durante su ausencia. Justamente acaba de salir... Un tipo sin importancia a quien conocí hace años...
Y cuando la cabeza desapareció, Vicente sacó su mechero de plata del bolsillo, lo encendió con un movimiento del pulgar y lo acercó a la tarjeta que tomó del escritorio, manteniéndolo allí hasta que ésta ardió totalmente con una llama rojiza y brillante.


“Edipo”
Tan pronto la voz del cura se extinguió y el silencio reinó de nuevo en el interior de la pequeña iglesia, los hombres se movieron hacia el ataúd y lo levantaron con cuidado del banco de madera en donde había reposado hasta ese instante. Eduardo no fue de los que se apresuraron a cumplir aquel deber. Durante la breve ceremonia había permanecido abstraído de cuanto le rodeaba y sólo cuando alguien le rozó al pasar, comprendió que la intervención del cura había terminado y se iniciaba ahora la marcha hacia el cementerio.
Se apartó un poco para dejar pasar a los que llevaban el féretro y comenzó a bajar las gradas de la iglesia. A su lado, el ataúd se balanceaba inquietantemente a medida que los hombres descendían vacilantes. Un traspié, un paso en falso, provocarían sin duda una catástrofe. Eduardo meditó objetivamente sobre tal posibilidad, porque observaba cuanto ocurría a su alrededor como contempla un espectador el escenario: atento al desarrollo de la trama y secretamente confiado en un final sorpresivo y dramático. Pero nada extraordinario sucedió. Los hombres alcanzaron sudorosos el nivel de la calle y respiraron con satisfacción. Se detuvieron unos instantes, se organizaron de nuevo y reanudaron la marcha tranquilos y aliviados.
Frente a la iglesia, el reloj de la plaza cantó seis sonoras campanadas... Las seis: hacía justamente nueve horas que había muerto y a Eduardo le sorprendió aquella cronométrica exactitud. A su padre sin duda le habría gustado saber que todo se había realizado a su debido tiempo. Que cada quien había cumplido a cabalidad su obligación. Pero ya al viejo no podría alegrarlo eso ni ninguna otra cosa en el mundo, porque estaba muerto. Para siempre, dentro de aquella caja reluciente de caoba que se balanceaba suavemente a su lado.
Si hurgaba en su memoria, allá en lo más profundo de su reminiscencia, la primera noción que conservaba de la existencia de su padre se confundía con una voz aterradora que tronaba por encima de su cabeza mientras él corría a guarecerse en el regazo tibio de la madre... Aquella escena debió repetirse muchas veces porque, al recordarla, la asociaba con diferentes acontecimientos de su infancia... Las primeras lecciones de equitación (el viejo azotándose furiosamente las botas con una fusta flexible: " algún día haré un hombre de esta mujercita!"... y el terror del niño al lomo inseguro del caballo)... O el primer disparo con la escopeta de caza, apenas sostenida entre sus manos temblorosas (la voz iracunda del padre a sus espaldas: "Aprieta el gatillo de una vez, cobarde!")... O el chapuzón inesperado en el mar, y la angustia de sumergirse hasta el fondo, y los gritos mudos bajo el agua, y la risa odiosa del viejo en lo alto del trampolín...
Una mano se apoyó en el hombro de Eduardo y una voz dijo a su espalda: "Le acompaño en su sentimiento, joven". "Gracias, muchas gracias", respondió sobresaltado. ¿Sería la expresión de su rostro, adecuada a las circunstancias?... ¿Estaba dándole a toda aquella gente la impresión de una pena honda, aunque discretamente expresada?... Tal vez debía pedirle a uno de los hombres que le permitiera cargar en su lugar el ataúd... Si, sin duda era algo así lo que todos esperaban de él...
"¿Por favor, me permite?", y substituyó a uno de los portadores del féretro. Los músculos del brazo se le pusieron tensos, se le abultaron las venas de la frente y enrojeció su rostro... El viejo pesaba mucho. Siempre fue corpulento. Alto y macizo como una torre. Con músculos de hierro y manos poderosas... Aquellas manos enormes como palas. Rojizas y sembradas de un vello abundante que fue poniéndose gris con los años... Manos siempre ocupadas, sin tiempo para las caricias...
¡Qué vivamente recordaba el gesto brutal de aquellas manos rompiendo su primer boceto de dibujo!...
Fue un domingo por la tarde. El viejo jamás entraba en la habitación de su hijo; pero aquel día, al pasar junto a la puerta, debió sospechar del movimiento brusco del niño cerrando la gaveta baja del armario al oír sus pasos por el corredor... Vestido con su traje blanco recién planchado, parecía más alto e imponente que nunca. Se detuvo un instante en el umbral, entró luego sin dar explicaciones y sacando la cartulina de su escondite, la rasgó de arriba a abajo con un solo movimiento poderoso de sus manos... "¡Si vuelvo a encontrar otra tontería de estas en la casa, será su cara la que voy a partirle en pedazos!... ¡Y no siga llorando, que los hombres no lloran!... "
Y ahora sus manos estaban inmóviles, cruzadas por encima de su pecho sin aire, y no volverían jamás a romper nada.
Alguien le tocó levemente en el hombro y sin pronunciar palabras se ofreció a substituirlo ¡Ya era hora!... Eduardo se corrió ligeramente a un lado mientras abría y cerraba repetidamente la mano para ahuyentar el calambre. El silencioso grupo trasponía en aquel momento la puerta del cementerio.
El panteón familiar estaba en el extreme opuesto. Era una construcción sencilla, sin alardes, pero resultaba imponente junto a las modestas tumbas que lo rodeaban. En la segunda hilera de nichos, un poco hacia la izquierda del centro, la boca abierta y negra aguardaba.
Los hombres depositaron el féretro en el suelo, se secaron el sudor de la frente, y observaron atentos los movimientos precisos y hábiles con que el albañil mezclaba el cemento y la arena húmeda amontonados junto a la tumba.
"Buena cara para un estudio", pensó Eduardo apreciando los rasgos fuertes y angulosos del rostro que se inclinaba frente a él, concentrado en su tarea... Ahora trabajaría mucho. Debía recuperar todo el tiempo perdido... Mañana mismo traería sus telas y útiles de pintura de la capital... Usaría como estudio la habitación grande que daba a la terraza posterior de la casa... Tal vez con un año de trabajo intenso se sentiría preparado para la beca...
A una señal del albañil, los hombres habían levantado el ataúd y lo estaban introduciendo horizontalmente en el nicho. Al principio rodó fácilmente hacia el fondo, pero de pronto, como si algún objeto extraño se interpusiese en su camino, se detuvo en seco y permaneció inmóvil.
Los hombres se consultaron entre sí murmurando en voz baja. A Eduardo sólo le llegaban algunas frases sueltas... "...la caja es demasiado ancha..." "debe haber algo ahí dentro", "...son las agarraderas. Hay que quitárselas"... "Sujete usted por aquel extremo: vamos a sacarlo de nuevo"...
Sin darse apenas cuenta de lo que hacía, dominado por un oscuro impulso irresistible, Eduardo corrió hacia delante, echó bruscamente a un lado a quienes se interponían en su camino, y apoyando primero las manos y luego el hombro sobre el extremo saliente del féretro, estuvo allí empujando con todas sus fuerzas, desesperadamente, como si de aquel esfuerzo formidable dependiera su vida entera, hasta que un golpe seco y sordo le anunció al fin que el otro extremo de la caja había llegado al fondo del nicho.

Sólo entonces se retiró alguno pasos, temblorosos y jadeantes, y mientras el albañil completaba su labor, permaneció callado e inmóvil, con la mirada fija en la boca del nicho hasta que el último ladrillo la cerró por completo para siempre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario