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Díaz Grullón
(República Dominicana, 1924-2001)
La enemiga
(República Dominicana, 1924-2001)
Recuerdo muy bien el día en que papá trajo la primera muñeca en
una caja grande de cartón envuelta en papel de muchos colores y atada con una
cinta roja, aunque yo estaba entonces muy lejos de imaginar cuánto iba a
cambiar todo como consecuencia de esa llegada inesperada.
Aquel mismo día comenzaban nuestras vacaciones y
mi hermana Esther y yo teníamos planeadas un montón de cosas para hacer en el
verano, como, por ejemplo, la construcción de un refugio en la rama más gruesa
de la mata de jobo, la cacería de mariposas, la organización de nuestra
colección de sellos y las prácticas de béisbol en el patio de la casa, sin
contar las idas al cine en las tardes de domingo. Nuestro vecinito de
enfrente se había ido ya con su familia a pasar las vacaciones en la playa y
esto me dejaba a Esther para mí solo durante todo el verano.
Esther cumplía seis años el día en que papá
llegó a casa con el regalo. Mi hermana estaba excitadísima mientras
desataba nerviosamente la cinta y rompía el envoltorio. Yo me asomé por encima
de su hombro y observé cómo iba surgiendo de los papeles arrugados aquel
adefesio ridículo vestido con un trajecito azul que le dejaba al aire una buena
parte de las piernas y los brazos de goma. La cabeza era de un material duro y
blanco y en el centro de la cara tenía una estúpida sonrisa petrificada que
odié desde el primer momento.
Cuando Esther sacó la muñeca de la caja vi que
sus ojos, provistos de negras y gruesas pestañas que parecían humanas, se
abrían o cerraban según se la inclinara hacia atrás o hacia adelante y que
aquella idiotez se producía al mismo tiempo que un tenue vagido que parecía
salir de su vientre invisible.
Mi hermana recibió su regalo con un entusiasmo
exagerado. Brincó de alegría al comprobar el contenido del paquete y cuando
terminó de desempacarlo tomó la muñeca en brazos y salió corriendo hacia el
patio. Yo no la seguí y pasé el resto del día deambulando por la casa sin hacer
nada en especial.
Esther comió y cenó aquel día con la muñeca en
el regazo y se fue con ella a la cama sin acordarse de que habíamos convenido
en clasificar esa noche los sellos africanos que habíamos canjeado la víspera
por los que teníamos repetidos de América del Sur.
Nada cambió durante los días siguientes. Esther
se concentró en su nuevo juguete en forma tan absorbente que apenas nos veíamos
en las horas de comida. Yo estaba realmente preocupado, y con razón, en vista
de las ilusiones que me había forjado de tenerla a mi disposición durante las
vacaciones. No podía construir el refugio sin su ayuda y me era imposible
ocuparme yo solo de la caza de mariposas y de la clasificación de los sellos,
aparte de que me aburría mortalmente tirar hacia arriba la pelota de béisbol y
apararla yo mismo.
Al cuarto día de la llegada de la muñeca ya
estaba convencido de que tenía que hacer algo para retornar las cosas a la
normalidad que su presencia había interrumpido. Dos días después sabía
exactamente qué.
Esa misma noche, cuando todos dormían en la
casa, entre de puntillas en la habitación de Esther y tomé la muñeca de su lado
sin despertar a mi hermana a pesar del triste vagido que produjo al moverla.
Pasé sin hacer ruido al cuarto donde papá guarda su caja de herramientas y cogí
el cuchillo de monte y el más pesado de los martillos y, todavía de puntillas,
tomé una toalla del cuarto de baño y me fui al fondo del patio, junto al pozo
muerto que ya nadie usa. Puse la toalla abierta sobre la hierba, coloqué en
ella la muñeca —que cerró los ojos como si presintiera el peligro— y de tres
violentos martillazos le pulvericé la cabeza.
Luego desarticulé con el cuchillo las cuatro
extremidades y, después de sobreponerme al susto que me dio oír el vagido por
última vez, descuarticé el torso, los brazos y las piernas convirtiéndolos en
un montón de piececitas menudas. Entonces enrollé la toalla envolviendo los
despojos y tiré el bulto completo por el negro agujero del pozo. Tan pronto
regresé a mi cama me dormí profundamente por primera vez en mucho tiempo.
Los tres días siguientes fueron de duelo para
Esther.
Lloraba sin consuelo y me rehuía continuamente.
Pero a pesar de sus lágrimas y de sus reclamos insistentes no pudo convencer a
mis padres de que le habían robado la muñeca mientras dormía y ellos persistieron
en su creencia de que la había dejado por descuido en el patio la noche
anterior a su desaparición. En esos días mi hermana me miraba con un atisbo de
desconfianza en los ojos pero nunca me acusó abiertamente de nada.
Después las aguas volvieron a su nivel y Esther
no mencionó más la muñeca. El resto de las vacaciones fue transcurriendo
plácidamente y ya a mediados del verano habíamos terminado el refugio y allí
pasábamos muchas horas del día pegando nuestros sellos en el álbum y
organizando la colección de mariposas.
Fue hacia fines del verano cuando llegó la
segunda muñeca. Esta vez fue mamá quien la trajo y no vino dentro de una caja
de cartón, como la otra, sino envuelta en una frazada color de rosa. Esther y
yo presenciamos cómo mamá la colocaba con mucho cuidado en su propia cama
hablándole con voz suave, como si ella pudiese oírla.
En ese momento, mirando de reojo a Esther,
descubrí en su actitud un sospechoso interés por el nuevo juguete que me ha
convencido de que debo librarme también de este otro estorbo antes de que me
arruine el final de las vacaciones. A pesar de que adivino esta vez una secreta
complicidad entre mamá y Esther para proteger la segunda muñeca, no me siento
pesimista: ambas se duermen profundamente por las noches, la caja de
herramientas de papi está en el mismo lugar y, después de todo, yo ya tengo
experiencia en la solución del problema.
Por su gran reputación
como escritor ha sido jurado de varios concursos literarios nacionales e
internacionales.
En 1959 obtuvo
el Premio Nacional de Literatura por el volumen de cuentos "Un día
cualquiera " y
en 1977 obtuvo el Premio de Novela Manuel de Jesús Galván por la novela
"Los algarrobos también sueñan”.
En 1958
por su cuento "Edipo", resultó finalista en el concurso de
autores hispanoamericanos patrocinado por el Instituto de Cultura Hispánica de
Madrid.
Fue Miembro de la Academia Dominicana
dependiente de la Real
Academia Española.
Comenzó a
escribir cuentos a la edad de treinta y dos años y ya lo definía Juan Bosch
como un cuentista maduro: "Tenía la madurez de un cuentista avezado en el
tratamiento del género " y luego describió el cuento "La
enemiga" como el cuento perfecto, algo difícil de hallar
en este exigente género, en el que, según Bosch, Grullón muestra la asombrosa
facultad de describir complejidades sicológicas con una cantidad
sorprendentemente escasa de palabras.
Fue Secretario de la
Presidencia , Asistente del Gobernador del Banco Central y
Subsecretario de las Secretarías de Educación, Finanzas, Previsión Social y
Trabajo (1954-1962). También fue funcionario del Banco Interamericano de Desarrollo (1962-1971) y Asesor Financiero de la Compañía Financiera
Dominicana (1971-1978).
Díaz Grullón es, sin duda, el mejor escritor de cuentos sicológicos
en la República
Dominicana. En el cuento psicológico, por lo general, el
proceso asociativo, analítico, etc., del inconsciente es igual o tiene mayor
importancia que el evento externo—es decir, el evento que se cuenta se registra
subjetivamente en la mente del protagonista. Así, en el cuento psicológico, es
muy común que el cuentista enfatice la vida subjetiva y emocional del protagonista.
Murió en la ciudad de Santo Domingo el 18 de julio de 2001.
Crónicas de Altocerro
(Santo Domingo, Editora El Caribe, 1966)
El mensajero
de la oficina colocó la tarjeta sobre el escritorio, Vicente la miró
distraídamente y la rodó hacia un lado con el dorso de la mano, concentrándose
de nuevo en la lectura del documento que tenía enfrente. Aunque había posado
por un instante los ojos sobre las letras impresas en la pequeña cartulina, su
significado apenas rozó la superficie de su conciencia y fue sólo un rato
después cuando las letras parecieron ordenarse en su cerebro y formar el nombre
que ahora surgía con pleno significado para él.
– Leonardo
Mirabal, dijo en voz alta complaciéndose, como antes, en la sonoridad de las
palabras. Reclinándose en el respaldar de su lujoso sillón de cuero, Vicente se
sumergió en recuerdos antiguos mientras se acariciaba la mejilla con el canto afilado
de la tarjeta. ¡Qué lejanos le parecieron de pronto aquellos tiempos del
colegio! El primer día de clases: los muchachos corriendo hacia las puertas
enormes, gritando y riendo mientras el, esquivo y huraño, se pegaba a las
paredes con los libros bajo el brazo; y las voces que pasaban rozándolo:
“¡Leonardo, ahí viene Leonardo!”; y la conversación sorprendida al entrar al
aula:“Leonardo, ¿me explicas este teorema?, no puedo entenderlo; y en el primer
recreo, el muchacho debilucho que decía: Leonardo: ¿me dejas entrar al equipo?,
he practicado mucho en las vacaciones... ”
- Vicente
apretó con el dedo el botón nacarado del timbre y ordenó al mensajero tan
pronto abrió la puerta.
– Haga pasar
al señor Mirabal.
- Maquinalmente
se arregló un poco el cabello con las manos y se ajustó el nudo de la corbata.
– Con
permiso –, decía el hombre en voz baja, de pie en el hueco de la puerta.
- Vicente se
levantó de un salto de su asiento y caminó hacia él con las manos extendidas,
observándole a los ojos ¡Dios mío, qué cambiado está!, y diciéndole apresuradamente:
– Por favor,
Leonardo, pasa adelante. ¡Cuánto tiempo sin verte!
- Después de
apretarle las manos entre las suyas, le palmeó la espalda ¡qué flaco está y qué
amarillo! – Anda siéntate. ¡Qué sorpresa más inesperada y qué gusto me da verte!
- Leonardo
se sentó en el borde de la silla que le ofrecían y. conservó el sombrero
girando entre las manos mientras decía con suavidad:
– Yo también
me alegro mucho de verte, Vicente. ¡Hace ya tanto tiempo!... Temí que ya no te
acordaras de mí.
– ¿No
acordarme de ti?, pero, ¿estás loco?... ¡Cómo has podido imaginar semejante
cosa!
- Vicente se
sentó de nuevo y mientras lo hacia le pareció de pronto verse a sí mismo en
medio de la multitud que colmaba el salón de actos del colegio, y casi oyó la
voz del maestro de ceremonias:... “Y ahora, Leonardo Mirabal, ganador de la
medalla de mérito, va a dirigirles la palabra en nombre de sus compañeros”...
- La voz del
otro lo sustrajo bruscamente de sus reminiscencias;
– No nos veíamos
desde la graduación, ¿no es cierto?–
– No,
Leonardo –, le contradijo –. Desde un año después de aquella fecha. Desde el 15
de septiembre de 1930, exactamente. Aquel día embarcaste para Europa a hacer el
curso de post-graduado y yo estuve en el muelle para despedirte. – Vaya, tienes
una memoria estupenda. La verdad era que no lo recordaba. – Leonardo pareció
que se disculpaba. Vicente se recostó en el respaldo de la butaca y apretó los
puños bajo el escritorio al recordar la voz suave del director del colegio
mientras le decía: “Lo siento mucho, señor Izaguirre, pero usted no ganó la
beca. El señor Mirabal le sobrepasó por cuatro puntos”. Y la respuesta
humillante de él, que todavía lo hacía enrojecer: “¿Mirabal? ¡Oh! Creí que no
competiría... ”
–Todo este
tiempo he estado preguntándome lo que habla sido de ti –, dijo en voz alta.
El otro hizo un gesto vago con la mano y respondió mirando hacia el suelo:
El otro hizo un gesto vago con la mano y respondió mirando hacia el suelo:
– Me han
pasado muchas cosas desde aquellos días. No he tenido suerte, ¿sabes? Malos
negocios... Locuras de juventud... Pero sobre todo mala suerte, mucha mala
suerte.
Vicente se
inclinó hacia adelante:
– Pero,
Leonardo, no puedo explicármelo. Fuiste siempre el primer alumno del colegio...
Hiciste una carrera brillante.
Leonardo
habló sin quitar la vista del suelo:
– Si, una
carrera brillante hasta que salí del colegio...
- ¿Sabes,
Vicente? Creo que me hizo mucho daño el que allí las cosas me resultasen tan
fáciles. Llegué a pensar que sería lo mismo afuera y, en cambio, ¡todo resultó
tan distinto!... El día de la graduación parecía que tenía todo el mundo por
delante...
- Vicente,
mientras lo observaba con mirada inexpresiva, continuó para sí el curso de las
palabras del otro:... Y lo tenías, ¡claro que lo tenías! Estabas justamente
entre el mundo y yo. Lo fuiste tomando todo a tu paso. Para mí no quedó más que
lo que dejabas, porque siempre llegaba a todas partes un poco demasiado tarde:
exactamente dos pasos después que tú...
–Pero, ¿y
aquel matrimonio tan brillante que hiciste? Preguntó en voz alta.
–¡Ah! ¿Te
enteraste de eso?... Duró poco. Apenas un año. Todo cuanto emprendí fracasaba,
y mi matrimonio no fue una excepción. No podría decirte, Vicente, cuándo la
suerte me dio la espalda. Quizás siempre me persiguió la fatalidad, o tal vez
fue sucediendo poco a poco y no me di cuenta sino cuando ya era demasiado
tarde. Lo cierto es que cuando intenté reaccionar, no contaba ya con nadie. Los
que antes me adulaban, me volvieron la espalda. Las puertas que antes se abrían
solas a mi paso, permanecían cerradas ante mis llamados desesperados... ¡No
tienes idea de lo cruel que puede tornarse la gente!...
Leonardo
hizo una pausa, y luego, tomando una súbita decisión, miró al otro a los ojos y
exclamó:
– Tienes que
ayudarme, Vicente. Eres la última persona a quien acudo. No quise hacerlo hasta
ahora por que no quería mezclar mi vida de colegio con este vía crucis por el
que estoy pasando actualmente. ; Aquellos tiempos fueron tan hermosos!... Pero
todo ha sido inútil: ninguno de los otros ha querido ayudarme...
Vicente se
puso en pie y miró desde arriba la figura encorvada en el asiento.
–
¿Y qué puedo hacer por ti, Leonardo? –
Respondió
con voz anhelante:
– Sé que el
Doctor Jiménez, tu compañero de bufete, se retira Me han dicho que andan
ustedes buscando un substituto... Dame esa oportunidad, por favor, Vicente.
Él
permaneció un rato mudo, mirándole siempre desde lo alto, mientras recordaba el
día de la entrega de trofeos, cuando el funcionario del Gobierno ponía en manos
de Leonardo la copa de plata que el equipo del colegio había ganado en las
competencias deportivas del último año. ¿Era este hombre acabado, vencido, que
estaba allí sentado, humillándose, el mismo muchacho alto, hermoso, fuerte que
había recibido aquel trofeo?... Se inclinó sobre él y poniéndole una mano en el
hombro le dijo:
– No te
preocupes, Leonardo. Hablaré hoy mismo con Jiménez. Cuenta con mi ayuda.
Gracias,
Vicente –, le respondió mientras le estrechaba las manos con efusión.
– Sabía que
no me fallarías.
Sonrió ampliamente y salió del despacho haciéndole desde la puerta un saludo con la mano.
Sonrió ampliamente y salió del despacho haciéndole desde la puerta un saludo con la mano.
Casi al
mismo instante, la puerta lateral que daba junto al escritorio se abrió con
suavidad y una cabeza canosa se asomó por el hueco preguntando:
–¿Alguna
novedad, Vicente?
Vicente tuvo
un pequeño sobresalto y poniéndose en pie respondió:
– Ninguna,
Dr. Jiménez. Un solo visitante durante su ausencia. Justamente acaba de
salir... Un tipo sin importancia a quien conocí hace años...
Y cuando la
cabeza desapareció, Vicente sacó su mechero de plata del bolsillo, lo encendió
con un movimiento del pulgar y lo acercó a la tarjeta que tomó del escritorio,
manteniéndolo allí hasta que ésta ardió totalmente con una llama rojiza y
brillante.
“Edipo”
Tan pronto
la voz del cura se extinguió y el silencio reinó de nuevo en el interior de la
pequeña iglesia, los hombres se movieron hacia el ataúd y lo levantaron con
cuidado del banco de madera en donde había reposado hasta ese instante. Eduardo
no fue de los que se apresuraron a cumplir aquel deber. Durante la breve
ceremonia había permanecido abstraído de cuanto le rodeaba y sólo cuando
alguien le rozó al pasar, comprendió que la intervención del cura había
terminado y se iniciaba ahora la marcha hacia el cementerio.
Se apartó un
poco para dejar pasar a los que llevaban el féretro y comenzó a bajar las
gradas de la iglesia. A su lado, el ataúd se balanceaba inquietantemente a
medida que los hombres descendían vacilantes. Un traspié, un paso en falso, provocarían
sin duda una catástrofe. Eduardo meditó objetivamente sobre tal posibilidad,
porque observaba cuanto ocurría a su alrededor como contempla un espectador el
escenario: atento al desarrollo de la trama y secretamente confiado en un final
sorpresivo y dramático. Pero nada extraordinario sucedió. Los hombres
alcanzaron sudorosos el nivel de la calle y respiraron con satisfacción. Se
detuvieron unos instantes, se organizaron de nuevo y reanudaron la marcha
tranquilos y aliviados.
Frente a la
iglesia, el reloj de la plaza cantó seis sonoras campanadas... Las seis: hacía
justamente nueve horas que había muerto y a Eduardo le sorprendió aquella
cronométrica exactitud. A su padre sin duda le habría gustado saber que todo se
había realizado a su debido tiempo. Que cada quien había cumplido a cabalidad
su obligación. Pero ya al viejo no podría alegrarlo eso ni ninguna otra cosa en
el mundo, porque estaba muerto. Para siempre, dentro de aquella caja reluciente
de caoba que se balanceaba suavemente a su lado.
Si hurgaba
en su memoria, allá en lo más profundo de su reminiscencia, la primera noción
que conservaba de la existencia de su padre se confundía con una voz aterradora
que tronaba por encima de su cabeza mientras él corría a guarecerse en el
regazo tibio de la madre... Aquella escena debió repetirse muchas veces porque,
al recordarla, la asociaba con diferentes acontecimientos de su infancia... Las
primeras lecciones de equitación (el viejo azotándose furiosamente las botas
con una fusta flexible: " algún día haré un hombre de esta
mujercita!"... y el terror del niño al lomo inseguro del caballo)... O el
primer disparo con la escopeta de caza, apenas sostenida entre sus manos
temblorosas (la voz iracunda del padre a sus espaldas: "Aprieta el gatillo
de una vez, cobarde!")... O el chapuzón inesperado en el mar, y la
angustia de sumergirse hasta el fondo, y los gritos mudos bajo el agua, y la
risa odiosa del viejo en lo alto del trampolín...
Una mano se
apoyó en el hombro de Eduardo y una voz dijo a su espalda: "Le acompaño en
su sentimiento, joven". "Gracias, muchas gracias", respondió
sobresaltado. ¿Sería la expresión de su rostro, adecuada a las
circunstancias?... ¿Estaba dándole a toda aquella gente la impresión de una
pena honda, aunque discretamente expresada?... Tal vez debía pedirle a uno de
los hombres que le permitiera cargar en su lugar el ataúd... Si, sin duda era
algo así lo que todos esperaban de él...
"¿Por
favor, me permite?", y substituyó a uno de los portadores del féretro. Los
músculos del brazo se le pusieron tensos, se le abultaron las venas de la
frente y enrojeció su rostro... El viejo pesaba mucho. Siempre fue corpulento.
Alto y macizo como una torre. Con músculos de hierro y manos poderosas...
Aquellas manos enormes como palas. Rojizas y sembradas de un vello abundante
que fue poniéndose gris con los años... Manos siempre ocupadas, sin tiempo para
las caricias...
¡Qué
vivamente recordaba el gesto brutal de aquellas manos rompiendo su primer
boceto de dibujo!...
Fue un
domingo por la tarde. El viejo jamás entraba en la habitación de su hijo; pero
aquel día, al pasar junto a la puerta, debió sospechar del movimiento brusco
del niño cerrando la gaveta baja del armario al oír sus pasos por el
corredor... Vestido con su traje blanco recién planchado, parecía más alto e
imponente que nunca. Se detuvo un instante en el umbral, entró luego sin dar
explicaciones y sacando la cartulina de su escondite, la rasgó de arriba a
abajo con un solo movimiento poderoso de sus manos... "¡Si vuelvo a
encontrar otra tontería de estas en la casa, será su cara la que voy a partirle
en pedazos!... ¡Y no siga llorando, que los hombres no lloran!... "
Y ahora sus
manos estaban inmóviles, cruzadas por encima de su pecho sin aire, y no
volverían jamás a romper nada.
Alguien le
tocó levemente en el hombro y sin pronunciar palabras se ofreció a substituirlo
¡Ya era hora!... Eduardo se corrió ligeramente a un lado mientras abría y
cerraba repetidamente la mano para ahuyentar el calambre. El silencioso grupo
trasponía en aquel momento la puerta del cementerio.
El panteón
familiar estaba en el extreme opuesto. Era una construcción sencilla, sin
alardes, pero resultaba imponente junto a las modestas tumbas que lo rodeaban.
En la segunda hilera de nichos, un poco hacia la izquierda del centro, la boca
abierta y negra aguardaba.
Los hombres
depositaron el féretro en el suelo, se secaron el sudor de la frente, y
observaron atentos los movimientos precisos y hábiles con que el albañil
mezclaba el cemento y la arena húmeda amontonados junto a la tumba.
"Buena
cara para un estudio", pensó Eduardo apreciando los rasgos fuertes y
angulosos del rostro que se inclinaba frente a él, concentrado en su
tarea... Ahora trabajaría mucho. Debía recuperar todo el tiempo perdido...
Mañana mismo traería sus telas y útiles de pintura de la capital... Usaría como
estudio la habitación grande que daba a la terraza posterior de la casa... Tal
vez con un año de trabajo intenso se sentiría preparado para la beca...
A una señal
del albañil, los hombres habían levantado el ataúd y lo estaban introduciendo
horizontalmente en el nicho. Al principio rodó fácilmente hacia el fondo, pero
de pronto, como si algún objeto extraño se interpusiese en su camino, se detuvo
en seco y permaneció inmóvil.
Los hombres
se consultaron entre sí murmurando en voz baja. A Eduardo sólo le llegaban
algunas frases sueltas... "...la caja es demasiado ancha..."
"debe haber algo ahí dentro", "...son las agarraderas. Hay que
quitárselas"... "Sujete usted por aquel extremo: vamos a sacarlo de
nuevo"...
Sin darse
apenas cuenta de lo que hacía, dominado por un oscuro impulso irresistible,
Eduardo corrió hacia delante, echó bruscamente a un lado a quienes se
interponían en su camino, y apoyando primero las manos y luego el hombro sobre
el extremo saliente del féretro, estuvo allí empujando con todas sus fuerzas,
desesperadamente, como si de aquel esfuerzo formidable dependiera su vida
entera, hasta que un golpe seco y sordo le anunció al fin que el otro extremo
de la caja había llegado al fondo del nicho.
Sólo
entonces se retiró alguno pasos, temblorosos y jadeantes, y mientras el albañil
completaba su labor, permaneció callado e inmóvil, con la mirada fija en la
boca del nicho hasta que el último ladrillo la cerró por completo para siempre.
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